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Sobre el animal-máquina (… o cómo dejar de apalear a Descartes)*

Actualizado: 25 ene 2024


Zeto Bórquez**




Ante cualquier cosa que huela a mecanicismo, el teórico avisado de ayer y de hoy muy probablemente no podrá evitar evocar a Descartes. Si atendemos por ejemplo a los pasajes finales de Los principios de la filosofía, a nadie podría sorprender lo justificado de esa asociación: “… he descrito esta Tierra y generalmente todo el mundo visible como si fuese solamente una máquina en la cual no hubiese que considerar nada más que las figuras y los movimientos de sus partes”[1]. Pero dentro de esta tentativa sin duda una de las ideas que han resultado filosóficamente más repugnantes de aquel tiempo a esta parte es la del “animal-máquina”.


Habiendo muchos más, nombres como los de Condillac, von Uexküll, Derrida o Donna Haraway, pueblan la memoria filosófica del último siglo como los de quienes han dado al respecto sendos golpes de timón[2]. Así por ejemplo, parafraseando los asertos de Descartes, señala Condillac: “Vemos cuerpos cuyo curso es constante y uniforme; ellos no escogen su propia ruta, obedecen a un impulso extraño; el sentimiento les sería inútil, no dan de él por otra parte ningún signo; solamente están sometidos a las leyes del movimiento … Pero los animales velan ellos mismos por su conservación, se mueven a su antojo, entienden lo que les compete, rechazan, evitan lo que los contraría; los mismos sentidos que regulan nuestras acciones parecen regular las suyas”[3].


No obstante, el precio que ha tenido que pagar Descartes al tratar sobre el animal quizá ha sido más alto que lo que efectivamente se le podría endosar, pues lo que resultaría todavía interesante de su idea del animal-máquina es posible concierna a un aspecto más bien inexplorado por sus críticos y que solo en un pensamiento multiespecífico de la técnica como el de André Leroi-Gourhan se puede empezar a reconocer: el remanente inorgánico del funcionamiento orgánico (que todo indica no solo se deja leer como “resto” o como “finitud originaria”)[4].

 

La cuestión “animal” en Descartes apunta al carácter de las comunicaciones animales y a la incógnita que supone la superación de la correspondencia –propiamente humana– entre pensamiento y lenguaje. Su enfoque es consecuente con ese límite infranqueable: el animal no habla, luego, no piensa (una de las conclusiones inevitables de esto –que desarrolla por ejemplo Derrida– es que el animal no responde)[5]. No obstante, la perspectiva “mecanicista” respecto a los animales, y así también el modelo mismo de la máquina que Descartes tiene en mente, darían cuenta de una ambigüedad, un ángulo indeterminado que él mismo anuncia y hasta expone, pero que no logra resolver: si el animal –como él sostiene– no está privado de sentimiento, o si su cuerpo está movido por un cierto pathos, la condición de la máquina del cuerpo animal no puede ser considerada simplemente como automática u operatoriamente análoga a un reloj (ejemplo privilegiado de mecanismo por engranajes).


En una carta al Marqués de Newcastle observamos claramente el esquema general de Descartes al respecto: “Se muy bien que los animales hacen muchas cosas mejor que nosotros, pero no me sorprende; porque eso mismo sirve para probar que ellos actúan naturalmente y mediante resortes, así como un reloj, el cual muestra mejor cuál es la hora que lo que nos enseña nuestro juicio. Y sin duda cuando las golondrinas llegan en la primavera actúan igual que relojes. Todo lo que hacen las abejas es de la misma naturaleza, y el orden que mantienen las grullas al volar, y el que mantienen los monos cuando se pelean, si es cierto que mantienen uno, y finalmente el instinto de enterrar a sus muertos, no es más atípica que la de los perros y los gatos, que escarban la tierra para enterrar sus excrementos … Solamente se puede decir que, aunque los animales no realizan ninguna acción que nos asegure que piensan, sin embargo, a causa que los órganos de sus cuerpos no son demasiado diferentes de los nuestros, se puede conjeturar que hay algún pensamiento unido a esos órganos, así como lo experimentamos en nosotros mismos, aún cuando el suyo sea menos perfecto. Ante lo cual no tengo nada que responder, sino que, si pensasen como nosotros, tendrían un alma inmortal igual que nosotros, lo que no es verosímil…”[6].




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Pero aunque parezca una afirmación contraria a lo que repite en varias ocasiones, se puede reconocer una suerte de concesión de Descartes cada que vez que haya que diferenciar lo mecánico-corporal de lo mecánico-maquinal: “…después de haber colegido que es preciso distinguir dos diferentes principios de nuestros movimientos, uno completamente mecánico y corporal, que no depende sino de la fuerza de los espíritus animales y de la configuración de las partes, y que se podría llamar alma corporal, y otro incorporal, es decir el espíritu o el alma, que definí [como] una sustancia que piensa, he indagado con mucho esmero si los movimientos de los animales provienen de esos dos principios o de uno solo. Pero habiendo constatado claramente que podían venir solo de uno, es decir de lo corporal y de lo mecánico, he dado por demostrado que no podemos probar de ninguna manera que hubiese en los animales un alma que pensara …. Sin embargo, aunque veo como cuestión demostrada que no es posible probar que haya pensamientos en los animales, no creo que se pueda demostrar que lo contrario no sea, porque el espíritu humano no puede penetrar en su corazón para saber lo que allí sucede”[7].


Descartes volverá inmediatamente a su posición convencional (“Pero examinando lo que hay de más probable…”), porque aun cuando animales como los caballos y los perros parecen muy bien dispuestos “a retener lo que se les enseña” y que “hacen conocer claramente” a los humanos manifestaciones del cuerpo como la cólera, el miedo, el hambre y otras parecidas, no se les podría atribuir algún tipo de signo (vocal u otro dice Descartes) que suponga allí contenido el pensamiento, porque, añade, “la palabra es el único signo y la única marca segura del pensamiento oculto y encerrado en su cuerpo…”[8]. Sin embargo, la “concesión” de Descartes a esas afirmaciones remite tanto a la posibilidad de encontrar un pensamiento que se podría llamar “sensible” en los animales, como al hecho de que son los “órganos del cuerpo” aquello que permite –en general– hablar de “sentimiento”: para Descartes, existe una relación de dependencia entre lo uno y lo otro, y ya que no hay, a su vez, sentimiento sin referencia al alma, el caso del animal queda, al menos, no completamente reductible a un automatismo maquinal. Como concluye en su carta a Morus: “… hablo del pensamiento, no de la vida, o del sentimiento; porque no quito la vida a ningún animal, no haciéndola consistir sino en el calor del corazón. No les niego incluso el sentimiento cuanto que depende de los órganos del cuerpo”[9].


En efecto, no habría que dejar de lado que lo que define en último término para Descartes la falta en los animales de un “alma” pensante, o simplemente de “razón”, pasa por la falta de un lenguaje de signos que contengan el significado. Pero frente a esto, la hipótesis del animal-máquina podría tener un carácter más bien provisorio: el recurso a una analogía orgánico-anatómica apuntando a establecer “un pensamiento parecido” al humano en el plano del sentimiento está, según Descartes, “al alcance de todo el mundo”, y en ello “todos los espíritus” han podido reparar “desde la infancia”[10]. Porque una vez se reconoce que “el pensamiento está contenido en el sentimiento” ya no se puede descartar de plano en el caso de los animales. Eso se parece mucho a la idea filosóficamente fundante de que el pensamiento está contenido en el signo[11] y no se forzaría demasiado el argumento entendiendo que el sentimiento funciona en los animales como el signo respecto del pensamiento, incluso si es más fácil sostener que las lombrices, los mosquitos, las orugas y los demás animales “se mueven como máquinas … que concederles un alma inmortal”[12]. Porque lo escandaloso de aceptar sería la inmortalidad del alma de las orugas o de las golondrinas, pero la función “significante” en los animales hace que Descartes sea menos tajante en su delimitación de lo que por regla general se nos enseñó –casi como leyéndolo desde un manual– había que suponer. En efecto, atendiendo a ese tipo de matices se desprende que la vida de la máquina está tan alejada del animal como del humano. He ahí la evidencia que el animal-máquina intenta reorganizar, pero –y se trata de una dimensión que se podría decir es la que Descartes abre sin incursionar en ella– para redescubrir la vida animal en tanto que vida inorgánica. Esto valdría igualmente para el humano, aunque con la salvedad que el pensamiento (en el sentido de Descartes) constituye respecto a él lo orgánico puro, vale decir, algo que iría un paso por delante de las determinaciones (inorgánicas) del movimiento y otras posibilidades de disposición modulada como las apetencias y las tonalidades patéticas. Aunque la cuestión sería reconocer que son determinaciones siempre orientadas y si Descartes vacila ante ellas ha sido porque, aunque se las delimite mecánicamente, siguen siendo orgánicas. En este sentido, por mucho que Descartes no haya llegado a decir que la mecánica en relación con los seres vivos es una mecánica orgánica o una mecánica viviente, el movimiento allí implicado no es comparable en ningún caso a un automatismo.



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Sin duda el mayor estropicio de la tesis del animal-máquina es que supuso un impedimento para considerar al animal en tanto que sujeto[13]. Pero si esa tesis tuvo notoriedad fue menos por Descartes que por los “cartesianos”, que recogerán de ella precisamente lo que tiene de más rústico: la asimilación de los animales a las máquinas –o más precisamente a los autómatas, que en aquellos tiempos se presentaban como prodigios de la invención técnica que emulaban la lógica de lo vivo–, y por tanto la analogía entre el funcionamiento del cuerpo animal y un mecanismo construido por piezas y engranajes. Es un aspecto que ameritaría un estudio por sí mismo (en torno a las construcciones mecanológicas en el siglo XVII). Por de pronto, baste con señalar que es manifiesta la fascinación de los cartesianos (como se puede ver en la Nueva anatomía razonada [1690] de Daniel Tauvray) por desarrollar una “biomecánica”, comparando, por ejemplo, la fisiología humana a una máquina hidráulica[14]. En esa misma dirección, es interesante una acotación de F. Dagognet respecto a que, a pesar de todo, la mecanización del animal no dejó de poner en marcha un proceso de animalización de las máquinas: “Algunos cartesianos más sutiles pensaron que en lugar de identificar así al animal con una simple máquina, se debería antes estudiar al animal, algunas de sus actividades, tan bien concebidas y efectuadas, con el fin de extraer de ellas ‘algunos procesos’ operacionales que servirían luego para complejizar nuestros demasiado rudimentarios instrumentos. Se animalizarían nuestros aparatos en lugar de mecanizar a los animales”[15].


De cualquier modo, esa idea de mecanismo alienta la comprensión gruesa de la tesis del animal-máquina, precisamente la de los cartesianos, para quienes la máquina es de hecho un autómata, y sobre todo de los cartesianos más fanáticos (como Malebranche)[16], con lo cual el problema no es solo la asimilación entre animales y máquinas sino la visión también rudimentaria tanto de las máquinas como de los animales.


Al respecto, siguiendo a Georges Canguilhem, esto podría tener que ver también con el hecho de que “debemos en realidad retrotraer hasta Aristóteles la asimilación del organismo a una máquina … es por otra parte indiscutible que es Aristóteles quien encontró en la construcción de las máquinas de asedio, como las catapultas, el visado para asimilar a movimientos mecánicos automáticos el movimiento de los animales”[17]. En efecto, si bien Canguilhem hace notar que la teoría del movimiento de Aristóteles (cuyo principio se encuentra en el alma y requiere un primer motor inmóvil) no es la de Descartes, “la asimilación [también en Aristóteles] del organismo a una máquina presupone la construcción por parte del hombre de dispositivos donde el mecanismo automático está ligado a una fuente de energía cuyos efectos motores se desarrollan en el tiempo mucho tiempo después del cese del esfuerzo humano o animal que ellos restituyen”[18].



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Siendo este un asunto que amerita la mayor atención y que más de tres siglos después está lejos de haberse zanjado, no se conseguirá nada apaleando una y otra vez a Descartes por haber propuesto una asimilación que en sus propios escritos resulta mucho más problemática que lo que pretenden sus seguidores más fieles en los años 1600. Un ejemplo de ello es que con la tesis del animal-máquina parecen estarse poniendo en juego dos vías de la exactitud: la disposición, el orden del discurso por una parte (la sintaxis gramatical) y por otra parte la que se podría llamar la exactitud anorgánica, que, aunque apuntalada una y otra vez con la mecánica (la recurrencia al reloj va de hecho en esa dirección) habría que distinguirla de ella[19]. El argumento –que recoge Georges Canguilhem– de la diferencia entre el artificio humano y el de Dios (que tomaría a lo vivo por modelo)[20], tendría que ser reconducido a niveles de precisión, y donde, siendo consecuentes con los argumentos de Descartes –y acaso paradójicamente– al ser el animal una creación sin alma inmortal, es una creación que bien se podría denominar “ateológica”, que no correspondería ni al humano ni la máquina (siendo esta última al fin una extensión del alma humana)[21]. Por cierto, se podría espetar que en tal caso las piedras también son ateologías divinas y se estaría en lo cierto siempre y cuando se esté en situación de profundizar en sus efectos reticulares. Pero si el animal da mejor cuenta que una piedra de un punto medio entre lo humano y lo maquinal es para empezar porque, sea como fuere, el animal para Descartes –a pesar del rimero de ambigüedades de sus propios escritos– es más preciso que un reloj[22], y la cuestión sería considerar entonces qué clase de precisión es esa, que no es la del lenguaje (la humana propiamente tal) pero que tampoco es, en rigor, la de las máquinas (es decir la de la invención humana). En Descartes si algo queda claro al respecto es que ha de ser una exactitud del orden del funcionamiento orgánico (la fisiología animal obedece a ello), pero también, o al mismo tiempo, del de un funcionamiento mecánico –es decir inorgánico– que no resiste un solapamiento total con una idea de máquina en tanto que autómata (de ahí el recurso a la creación natural: una máquina creada por Dios no es del todo una máquina, etc.). Es por ello que podría afirmarse que para Descartes el animal da cuenta de un punto intermedio donde la idea de una vida inorgánica podría ser una fórmula de síntesis. Sería más preciso enfocarlo así, es decir, no simplemente una mecánica corporal, pues en los cuerpos vivos intervienen distintos tipos de modulaciones, como tampoco la mera vida orgánica.


El animal sería para Descartes en el fondo un ser vivo problemático: lo vivo más allá de lo vivo que no sería ni Dios ni la técnica. Por otra parte, en muchas ocasiones, cuando se refiera a la “máquina del cuerpo”, estará apuntando al cuerpo vivo en general (incluido el humano), y más precisamente a esa dimensión orgánica-inorgánica de lo vivo. Artaud lo ha dicho bien en El pesa-nervios: “No he apuntado sino a la relojería del alma; no he transcrito sino el dolor de un ajuste abortado”[23].




NOTAS.


*El texto aquí transcrito, salvo algunas modificaciones de encuadre, corresponde al §75 del libro Etología oscura. Ensayo sobre la vida inorgánica, Buenos Aires/ Santiago de Chile: Palinodia, 2023, pp. 332-341.

**Doctor en Filosofía. Investigador postdoctoral y académico Universidad Adolfo Ibáñez, Chile

[1] René Descartes, Les principes de la philosophie, en Œuvres philosophiques, t. III, édition de F. Alquié, Paris: Garnier, 1973, p. 503. En adelante “Oph, III”.

[2] De Condillac: Traité des animaux (1755), de von Uexküll: Streifzüge durch die Umwelten von Tieren und Menschen (1934), de Derrida: L'Animal que donc je suis (2006), de Donna Haraway, Primate Visions: Gender, Race, and Nature in the World of Modern Science (1989), o When Species Meet (2008).

[3] Étienne Bonot de Condillac, Traité des animaux, en Œuvres philosophiques de Condillac, v. I, édition de Georges Le Roy, Paris : PUF, 1947, p. 341. Dejamos de lado un análisis de este texto de Condillac, pues, entre otros muchos aspectos, resulta notable que exponga cuestiones a las cuales los etólogos van a llegar recién casi tres siglos después, como por ejemplo que es estéril pretender zanjar el comportamiento “inteligente” (o no) de un animal a partir de actividades que para él mismo no tienen sentido. A propósito, ver Dominique Lestel, “Repensar el estatuto ontológico del animal”, en Hacer las paces con el animal, Santiago: Qual Quelle, 2018, pp. 155-157; y L’animal est l’avenir de l’homme, Paris: Fayard, 2010, p. 157 y ss.

[4] Estas temáticas han sido tratadas en el contexto más general del libro del que el presente texto proviene. Por ejemplo, en torno a Léroi-Gourhan, a propósito del libro Mecánica viviente: el cráneo de los vertebrados del pez al hombre (1983).

[5] Cf., Jacques Derrida, L’animal que donc je suis, Paris: Galilée, 2006, pp. 163-192.

[6] René Descartes, Lettre au Marquis de Newcastle, 23 novembre 1946, Oph, III, pp. 695-696. Como se verá a continuación ese “se puede conjeturar que hay algún pensamiento…”, es uno de los aspectos que haría falta no omitir del enfoque de Descartes sobre el animal-máquina y ver hasta dónde conduce.

[7] René Descartes, Lettre a Morus, 5 février 1649, Oph, III, pp. 884-885.

[8] Oph, III, p. 886.

[9] Oph, III, p. 887.

[10] Oph, III, p. 885.

[11] Ver Derrida De la gramatología, o “El pozo y la pirámide” (en Márgenes de la filosofía).

[12] Oph, III, p. 885.

[13] Al respecto, no dejamos de insistir en la importancia de algunas obras precursoras de Dominique Lestel, como Los orígenes animales de la cultura (2001 y 2009) y El animal singular (2004); o de Vinciane Despret, entre otros, Hans, el caballo que sabía contar (2004). O antes, de etólogos como Konrad Lorenz o Frans de Waal (de este último, entre muchos otros, Cuando los monos toman el té [2001])

[14] Ver al respecto François Dagognet, L’animal selon Condillac, Paris: Vrin, 2004, p. 16 y ss.

[15] Ibíd., p. 37.

[16] Evocando el libro IV del tratado sobre La búsqueda de la verdad (1674-75) de Malebranche, D. Lestel sostiene que “el padre Malebranche tiene un rol tan importante como el de Descartes en la concepción del animal-máquina. Siendo el animal una máquina, sostiene él, se puede hacer lo que se quiera con él ya que sale de la esfera de la moralidad” (cf., D. Lestel, L’animal est l’avenir de l’homme, Paris: Fayard, 2010, p. 27).

[17] Cf., Georges Canguilhem, “Machine et organisme”, La connaissance de la vie, Paris: Vrin, 1952, p. 129

[18] Ibíd., p. 130. Dicho sea de paso, como han insistidos los.as comentaristas, Simondon ha visto en el autómata el nivel más precario de funcionamiento técnico (es casi lo primero que señala en El modo de existencia de los objetos técnicos [1958]).

[19] Para una aproximación más ceñida a estos argumentos (exactitud, sintaxis gramatical, implicaciones de lo orgánico y lo inorgánico… como es también el caso con la tesis cartesiana del animal-máquina), véase Etología oscura.

[20] Georges Canguilhem, “Machine et organisme”, op. cit., p. 139.

[21] Por cierto, lo “ateológico” en la posteridad inmediata de Descartes –en cualquiera de sus formas– habilitaba, como veíamos, la brutalidad moral (problema de la bestialidad contra las bestias). Una reflexión interesante que interpela el argumento del “sufrimiento” animal puede encontrarse en Apologie du carnivore (2011) de D. Lestel, donde se trata de rebatir la tesis implícita del “vegetariano ético” que se pondría en una posición de excepción respecto a los otros animales, mientras que el carnívoro podría quizá estar más próximo del animal en el sentido que lo está metabólicamente.

[22] Ya que dice Descartes, “comparando la gran cantidad de huesos, de músculos, de nervios y de todas las otras partes que están en el cuerpo de cada animal” y considerando “ese cuerpo como una máquina” se debe reconocer que ya que es una máquina hecha por la industria de Dios está “incomparablemente mejor ordenada y tiene en ella movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres”. Cf. René Descartes, Discours de la méthode, en OEuvres philosophiques de Descartes, t. I, édition de F. Alquié, Paris: Garnier, 1973, p. 628.

[23] Antonin Artaud, Le Pèse-Nerfs, Paris: Gallimard, 1975, p. 7.



 
 
 

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