La imaginación conservadora frente a la revuelta chilena
- Claudio Aguayo
- 20 oct 2023
- 10 Min. de lectura

El título de esta ponencia intenta resumir una hipótesis sobre el pensamiento de derecha en Chile acudiendo a una especie de jeroglífico. Se trata sobretodo de un ejercicio conceptual, constructivista, y no de una mera descripción del estado del arte de las ideas de derecha actuales, ni menos aun de una – en todo caso muy necesaria – historización de dichas ideas. Parto de la convicción epistemológica y crítica de que los pensamientos sin contenido son vacíos y las intuiciones sin conceptos son ciegas.
Siguiendo esta indicación, dividiré esta ponencia en tres problemas, que no espero tratar sucesiva, sino simultáneamnete. Primero, quisiera señalar lo que cierta tradición o ciertas tradiciones han entendido por pensamiento de derecha, imaginación conservadora, reaccionarismo, etc., para en trazos muy generales, intentar una definición. En segundo lugar, quisiera caracterizar brevemente las principales formulaciones que adquiere la reacción conservadora, a menudo católica y no únicamente neoliberal – como pudiera creerse – a lo que se conoce como “estallido social”. Por motivos de espacio, no quisiera entrar en el debate sobre cómo caracterizar lo que pasó, pero creo que la comprensión propia de las clases dominantes chilenas y su intelectualidad orgánica respecto a los hechos de octubre puede aportar a la comprensión de la revuelta más allá de las definiciones sociológico-especulativas predominantes. Finalmente, intentaré mostrar que la historia intelectual de la derecha chilena es la historia de sus múltiples opciones ideológicas arbitrarias y orgánicas, para utilizar una vieja distinción gramsciana. La función de esta historia ideológica atravesada por rupturas es producir un efecto de desconocimiento sobre el conflicto de clases en Chile, dentro y fuera de la comunidad intelectual. Su herramienta principal es lo que Lukács llama la deseconomización completa del pensamiento, es decir, la ilusión de que la historia es una historia de ideas.
Digo imaginación conservadora porque no se puede negar que exista una relación imaginaria del conservadurismo con sus propias condiciones de existencia. Desde luego que tenemos definiciones estándares, hallables en textos como The Conservative Mind de Russel Kirk, quien retoma la sulfurada reacción de Edmund Burke frente a la revolución francesa para mostrar que cualquier conservadurismo debe partir por indicar las ventajas de la tradición, de las costumbres e ideas respetadas y estables en una sociedad dada, contra los ánimos de innovación. Esta definición tan inglesa de conservadurismo resulta sin embargo insuficiente, toda vez que su sentido primordial es pragmático: la reacción de Burke frente a los innovadores suponía que en Inglaterra las costumbres, las ideas arraigadas y la tradición eran sobretodo un antídoto práctico contra las abstracciones de la teoría. Se trata, en cierto sentido, de una definición pragmática. Desde luego en Chile autores como Alberto Edwards intentaron emular este pragmatismo conservador cuando reclaman contra la especulación intelectual en nombre del espíritu práctico. Pero lejos de estar fundadas en las costumbres, en mi opinión, estas versiones del conservadurismo dependen fuertemente de una idealización especulativa de la figura histórica de Portales, de su conversión en un reflejo de la psicología especial de un ser chileno inhallable fuera de la “etnicidad ficticia”, para usar un término de Balibar, producida por la oligarquía chilena y su doble, el ejército.
La paradoja, o contradicción interna del conservantismo reside en que, con el advenimiento del capitalismo global, debe al mismo tiempo afirmar la tradición, siguiendo la línea de Burke, aunque también de Alexis Tocqueville, y sostener un sistema discursivo y de acumulación destinado a destruirla hasta sus cimientos. Esta paradoja tiene su máxima expresión en el corporativismo, y particularmente en el corporativismo latinoamericano, destinado a enfrentar una amenaza doble: por un lado, el fantasma del comunismo y por otro la estructura misma de lo que Jacques Lacan llama el “discurso capitalista”, que desobedece cualquier imperativo del lazo social y cercena todo vínculo comunitario en favor del imperativo de goce del plusvalor. Desde luego, esta paradoja conservantista tuvo una solución católica, consistente en retornar a la tradición reaccionaria. La solución reaccionaria insiste en la reversibilidad entre capitalismo y comunismo, en la idea de que ambas formulaciones de lo social serían el producto de una misma génesis – lo que el empresario católico y presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura llamó en 1933 un “sepultamiento de 150 años”. Larraín García Moreno representa quizás, en la estela de un personaje, la tensión interna al conservadurismo chileno entre una defensa de la propiedad privada y el orden capitalista y la necesidad de refrenar la tendencia propia al torrente circulatorio a destruir, absorber y demoler la tradición. Al mismo tiempo, deja en claro que, para la oligarquía agraria y sus deseos de retorno a las jerarquías quebradas del sistema de hacienda, la única solución posible era la teología política, es decir, la filosofía política de la contrarrevolución (Schmitt).
Hago un paréntesis importante aquí. En un artículo reciente sobre el pensamiento de Mario Góngora, la historiadora Valentina Verbal señala que el nacionalismo y el comunitarismo (es decir, la teología política hispánica) serían “vertientes históricas irrelevantes en la historia de la derecha chilena” (Verbal, 2023, p. 298). Me parece que esta afirmación es insostenible: no sólo por la importancia que tienen historiadores como Jaime Eyzaguirre entre las ideologías “orgánicas” del desarrollismo, es decir, del orden de la estructura misma de la reproducción ideológica en Chile durante gran parte del siglo XX, sino también porque si bien los partidos directamente inspirados por el corporativismo o el reaccionarismo se tornaron rápidamente en figuras historiográficas muertas, su estela fue fundamental en la Democracia Cristiana, en la formación ideológica de Jaime Guzmán, y en la justificación primaria del golpe de 1973. Incluso más: el reaccionarismo, que empieza en Chile con la figura del padre Rafael Valdivieso y su debate con el opúsculo de Bilbao, Sociabilidad chilena, es la corriente filosófica principal de los fundadores de la Universidad Católica. El primer rector de la universidad, Joaquín Larraín Gandarillas, describía a Valdivieso como “Príncipe de los Ejércitos Católicos”, y no cabe ninguna duda, por el tono y los textos de la Revista Católica en el siglo XIX, que esta generación de arzobispos conocía de cerca la obra de Donoso Cortés y Joseph de Maistre – quien, por lo demás, es citado en la mencionada revista.
En fin, lo que trato de decir aquí es que en Chile la tradición del pensamiento conservador ha tendido de forma constante a una fusión con el romanticismo político y la filosofía política de la contrarrevolución, con la teologización de los conceptos políticos. Este corrimiento hacia el catolicismo del conservantismo chileno no desmiente, desde luego, la existencia de esfuerzos liberales al interior de la derecha, la existencia de un “empresariado nacional” menos pechoño y más secular. Sin embargo, evidencia lo que Lacan llama “el triunfo de la religión” al interior de las ideologías conservadoras en Chile, es decir, la efectividad y la operatividad de la teología política para aplacar el síntoma de la revolución, la aparición o el desocultamiento del nudo traumático del capitalismo chileno. Desde luego, este triunfo está también cruzado por tensiones internas a la oligarquía chilena, nunca decidida en favor del significante de la libertad en la antigua discusión entre pipiolos y pelucones, siempre al borde del ultramontanismo por su vínculo con el sistema de hacienda. No quiero aquí re-ensayar tesis dependentistas, pero parece aceptable la posibilidad de una relación entre un predominio estructural de la subordinación agrario-mercantil de la fuerza de trabajo, que el historiador José Bengoa llamó de hecho “ascética”, y este triunfo de la religión.
En lo que sí tiene razón Verbal, es en el carácter ilusorio, cándido, pueril del corporativismo chileno y sus sueños de un capitalismo orgánico y comunitario. Verbal es fundamental porque es una de las pocas voces teóricas de la derecha chilena que viene a anunciar la verdad del capitalismo latinoamericano: la destrucción progresiva de todo lazo social en función del plusvalor. En esto, la autora continúa una tesis temprana de Ludwig Von Mises, quien identificó muy bien que el capitalismo estaba destinado a producir su doble anticapitalista como la peste en su ensayo The Anticapitalist Mentality. Esta es la superioridad teórica de la economía política burguesa tradicional frente al reaccionarismo, pero también su fatal insuficiencia ideológica, toda vez que destapa algo que, al hacerse visible, expresa la lucha de clases. Las consecuencias antirrománticas del neoliberalismo todavía están por verse, pero la subjetivación neoliberal necesita ser auxiliada, acompañada, a menudo de hecho cubierta por retóricas sobre la autenticidad del ser nacional, teorías del capitalismo católico como la de Michael Novak, tan inspiradora para Guzmán, y en formulaciones obscenas de la nostalgia capitalista. De ahí las fantasías de un capitalismo con “plazas grandes de árboles altos y frondosos”, sin “hacinamiento” y con “sistemas de transportes holgados”, como dice Hugo Herrera. Sin estas retóricas auxiliares, el neoliberalismo, como encarnación supina del discurso capitalista del que habla Lacan, está destinado a estallar.
Paso aquí a una descripción somera de lo que llamo la imaginación conservadora frente a la revuelta. Lo primero que hay que señalar es que no hay “una” imaginación conservadora frente a la revuelta. Al menos distinguimos tres posiciones. Primero, la psicología de masas, representada por la centroderecha ideológica y al mismo tiempo extremoderecha epistemológica de Carlos Peña y su tesis sobre el “malestar”, que es una edición ecléctica de la vieja fobia a las masas de Ortega y Gasset. Esta psicología de masas señala que al mismo tiempo que el imperio global de la técnica y la “modernización capitalista” chilena aumentó el bienestar objetivo de la población chilena, produjo un malestar soterrado, oculto. Ortega era más directo, y entendía las rebeliones como expresiones neurotizadas de muchedumbres mimadas, de masas insatisfechas, producto de la propia comodidad de la vida moderna. Creo que esta tesis sociológica, durkhemiana de co-pertenencia entre bienestar moderno y malestar, es una de las formas primordiales de comprensión del octubre chileno. La psicologización de los sujetos que intervienen activamente en la vida social cuestionando sus propias condiciones de reproducción es una condición inherente a la calificación de las insurrecciones como erupciones de un malestar inherente a la modernización capitalista. Esta tesis, aparte de orteguiana, es también heredera del pensamiento católico, tanto o más que Hugo Herrera o Pablo Ortúzar, y Peña no parece habituado a esconderlo, toda vez que su libro sobre la revuelta, Pensar el malestar (2020), está repleto de referencias al pensador católico Felipe Morandé. Como se sabe, él fue el primero en indicar la copertenencia entre malestar y modernización, indicando que el predominio de la técnica y de los expertos producía la erosión de una vida cultural y comunitaria más primaria, más sacrificial y religiosa también, que reaparecía en los períodos de crisis. La solución de Peña, eso sí, no es católica como la de Morandé, quien reclamaba un retorno al ethos cultural religioso en peligro, sino hobbesiana, es decir, policial.
La segunda tendencia es propiamente teológica, y puede llamarse con toda seguridad abiertamente contrarrevolucionaria en el sentido histórico-conceptual del término. En primer lugar, porque califica el evento de octubre como un acontecimiento milagroso, o como dice Herrera, “fuerza insondable”, “inescrutable”, “misteriosa”. En segundo lugar, porque es antiliberal. La equiparación entre el Dios silente y el pueblo constituye una primera parte de la operación teológico-política, pero la segunda es un desplazamiento hacia la jerga de la autenticidad, para usar un término de Theodor Adorno. Porque al mismo tiempo que esta fuerza insondable aparece como lo inescrutable, debe ser reducida a su relación con el paisaje, con la geología telúrica. El telurismo, desde luego, es una tendencia propia de los discursos conservadores en América Latina, como ya lo señalara notablemente René Zavaleta Mercado. La idea de Chile como un pueblo telúrico, en todo caso, se repite también en Ibáñez Langlois, tan bien retratado por Roberto Bolaño en su Nocturno de Chile, y en Miguel Serrano. Y es que el telurismo constituye una poética de la vida nacional como reflejo del paisaje, que provee los significantes para un nacional-populismo católico. “Somos alma, cuerpo y suelo, y nuestra relación con la tierra es expresión y también causa de nuestra relación con nosotros mismos” (2020, p. 31), dice Hugo Herrera.
La ilusión es que este carácter terrestre del pueblo chileno pueda ejecutar el milagro de una vía no-violenta al capitalismo: por eso su bancarrota inevitable es el coqueteo con la nostalgia desarrollista en nombre de una hipótesis ultra-deseconomizada sobre la historia de la acumulación chilena. En efecto, para Herrera cosas como el “tendido de la red ferroviaria” o la “colonización del sur” fueron efecto de la “lucidez espacial y territorial” del ser chileno, lucidez hoy día perdida producto de la modernización neoliberal.
Cabe señalar aquí rápidamente que la formulación inversa de esta tesis en la pluma de Lucy Oporto es que, por el contrario, la modernización neoliberal habría producido unas masas lumpenconsumistas. Contrario a la equivalenciación entre el pueblo de octubre y Dios que Herrera despliega, Oporto lee en la revuelta precisamente: “el silencio de Dios, la extinción del espíritu, la indolencia depravada, el barbárico hedonismo de esta época” (2022, p. 73). Pero esta formulación es respecto a Herrera lo que la teología positiva es a la teología negativa: frente a lo insondable en la irrupción de octubre, se trata de recuperar el teologumenon para el nombre de Dios y el pueblo chileno perdido.
Acaso lo más interesante de esta relación inverso-complementaria entre el libro Octubre en Chile y el mordaz ensayo “Lumpenconsumismo, saqueadores y escorias varias: tener, poseer, destruir” de Oporto, es que ambas narrativas dependen de una jerga teológico-política sobre una vitalidad campesina y popular perdida. Esta jerga de la autenticidad toma su fuerza no sólo de la descripción religiosa del mundo popular, supuestamente habitado por sentimientos puros de devoción arquetípica y poesía anagógica, sino de la idealización reaccionaria del período fordista y el desarrollismo del siglo XX. Desde luego, Peña escapa a esta idealización reaccionaria del capitalismo fordista, pero habita el mismo sitial de la jerga de la autenticidad, la idea de que al pueblo chileno le habrían sido arrebatados elementos culturales “intrahistóricos”. En este sentido, estos discursos se ubican plenamente en lo que el viejo Lukács llamaba deseconomización sociológica de la teoría: frente al economicismo frenético del marxismo vulgar, surge una explicación psicologizante de la crisis capitalista como anomia.
Creo que ya he señalado someramente el punto de esta intervención que refiere al “defensismo capitalista”. Este asume la crítica del anticapitalismo soft interno a la derecha chilena como primera tarea teórica. Se trata de lo que el filósofo norteamericano Michael Sandel llamara “triunfalismo de mercado” (market triumphalism). Por un momento, y en medio de la revuelta, esta reacción parecía atrapada en el documental de 1980 protagonizado por Milton Friedman, Free to Choose, falta de toda efectividad académica y política. Sin embargo, el reciclaje católico de la idea de “libertad” mostró las posibilidades de supervivencia de este individualismo metodológico tatcheriano (la sociedad no existe, sólo es un constructo teórico, sólo hay individuos). En otros términos: el ascenso del Partido Republicano y de sus intelectuales orgánicos vuelve a poner en juego esta tensión irresoluble del pensamiento conservador en Chile, entre un empresariado fervorosamente católico y reaccionario, y una necesidad de defender los patrones de acumulación ultra-flexibles que caracterizan al neoliberalismo, tendientes ellos mismos a disolver el catolicismo como forma de vida. El catolicismo había resuelto este dilema mediante el polémico concepto de subsidiariedad, pero me parece que su inclinación a conservar los elementos centrales de la contrarrevolución de 1973 pueden hacerlo chocar con la realidad post-revuelta.
La batalla interna entre las jergas de la autenticidad, el catolicismo y la nostalgia reaccionaria por un capitalismo pacífico previo al experimento socialista, por un lado, y el defensismo neoliberal deseoso de ignorar los dilemas de la crisis global, por otro, será resuelta por vías que aun desconocemos. Indudablemente, la ausencia de un paralaje obrero, de un punto de vista parcial diferenciado – para homenajear al recientemente fallecido Mario Tronti – provoca una sensación de expectación y falta de capacidad de intervenir en las izquierdas. Probablemente, una comprensión profunda de las interpelaciones ideológicas de lo que entendemos latamente bajo el mote de “pensamiento de derecha”, ayude a mirar cómo las casillas epistémicas del pensamiento hegemónico son también determinantes de las formulaciones contra-hegemónicas. Esto debe comenzar con una ruptura total con cualquier tipo de nostalgia capitalista. El comienzo de esa ruptura puede depender en mucha medida de una elucidación de estructura y de la dialéctica del pensamiento reaccionario chileno, situado en una tensión irreductible entre jergas de la autenticidad y defensismo capitalista.
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