Alteración del archivo
- pradenasrudy
- 15 dic 2023
- 7 Min. de lectura
Alejandra Castillo[1]

Voluspa Jarpa, "Monumental", 2018.
Un archivo, es cierto, establece lo que puede ser visto como también sus zonas ciegas. En tal sentido, un archivo instaura un orden en dominancia que determina lo posible e imposible para un cuerpo. Sin embargo, la supremacía de dicho orden no elimina las disidencias y fugas: solo las contiene en los márgenes, ya sea por fantasiosas e inverisímiles, ya sea por su peligrosidad. De tal modo, el mismo archivo alberga prácticas y saberes marginales que desafían a la fijeza de su hegemonía. Habría que indicar que el tiempo de un archivo no es uno, hay una multiplicidad de series temporales actuando en él. Es debido a ello que un archivo nunca es histórico. La cronología y la certeza de la línea del tiempo histórico son recursos útiles para reforzar el orden hegemónico que el archivo despliega, pero ineficientes para describir su alteración. De igual modo, podría agregarse, las alteraciones se dan en el tiempo, en el anudamiento de tiempos. Así, al menos, parece exponerlo el entrecruzamiento de esos dos momentos que en su mismo anudamiento dan lugar a la alteración del cuerpo del archivo y del archivo del cuerpo.
No podríamos dejar de advertir el régimen de la letra y la ley del archivo que dan fundamento y visibilidad a dicho cuerpo. No hay cuerpo (su imagen) sin la amplia y diversa constelación de letras e imágenes: solo en la recitación diagramática de nombres y figuras se retienen formas, se contienen flujos y se aquietan tránsitos. La letra, así descrita, más que secundaria o parasitaria del cuerpo (su imagen) se constituiría en la base del régimen estético moderno.
Si la letra es la metáfora y transporte necesario de una política de la alteración del reparto de lo sensible, entendido este como la distribución y redistribución de los lugares, las identidades, la palabra y el ruido, lo visible y lo invisible, la literatura, aprehendida en un sentido amplio, esto es como “archivo”, será el régimen estético de la alteración toda vez que hallará su mejor descripción en la “indeterminación” y la “disrupción”: señas ambas que se desdoblan de modo decisivo como cuestionamiento y destrucción de la legitimidad de la circulación de la palabra dominante, de la relación entre sus efectos y las posiciones de los cuerpos en un espacio común definido geométricamente[2].
Es precisamente esta cualidad de desdoblamiento de la literatura lo que la convierte en un archivo. En tanto aparato de escritura y lectura, la literatura es el dispositivo democrático por excelencia. Sus prácticas, el carácter intransitivo del espacio literario, instaura un régimen del arte de escribir y leer donde no importa quién escribe y quién lee. No, al menos, en principio, no al menos en ese desate que supone el rodar de las palabras. La lógica del archivo convoca una multiplicidad de temporalidades que se actualizan en el acto de la lectura. La lectura realizada siempre en un tiempo puntuado por un presente hace posibles otras historias, otras políticas y cuerpos. Un archivo es un artefacto literario. La literatura adelantada aquí en el prenombre anterior de archivo se expone, así, como aquel lugar de la palabra que circula por fuera de toda determinada relación de discurso, por un afuera interior que altera y desanuda un orden de representación. La lectura activa otras historias, imágenes, políticas y corporalidades. Prescindiendo de la obvia referencia a la letra/literatura como lugar de subversión, lo relevante de esta política de la literatura como archivo es un indisoluble y contradictorio entrelazamiento entre unidad y separación, entre actividad y pasividad y entre continuación e interrupción.
La alteración, entonces, toma lugar en la secundariedad del acto de lectura. En este cambio de camino habría que notar que el archivo no refiere sólo a la materialidad que el documento expone, sino que a un sentido de época que establece los límites de lo decible y de lo visible. El cuerpo, su descripción y su imagen, no está exento a dichos límites. De ahí que no extrañe que una de las funciones del archivo no sea distinta a la de dar cuerpo y memoria al orden dominante, pero también en los márgenes de ese orden se van formando otras historias, otras imágenes y corporalidades.
Un archivo descrito de tal manera no deja de ser paradójico: funda ahí donde no hay nada o hay mucho. Esta condición performativa del archivo constituye una política y un cuerpo. El archivo dice de multiplicidad, de líneas rectas luminosas, de lo visible y de líneas truncas que no van a ningún lado. Las primeras describen una política y un cuerpo en dominancia, su tiempo es siempre presente. Las otras líneas desordenadamente van quedando en los márgenes. El tiempo de las líneas marginales queda suspendido en el pasado, son posibilidades de otras políticas, otros cuerpos y otros presentes. Animar dichos márgenes implica mirar oblicuamente, leer oblicuamente, narrar en inclinación.
Asumir esta última afirmación implica alterar el propio concepto de “archivo”. Implica transitar desde la definición de archivo en tanto acervo documental (delimitado, finito y cerrado) a otra entendida de manera indicial. Esta definición indiciaria de archivo nada dice de cierre y de limitación documental, sino más bien de señales marginales de alteraciones, desvíos y torceduras al sentido común dominante que un archivo establece. Indicios que serán incorporados como marcas de posibilidad para prácticas y sentidos en políticas venideras. El nivel indiciario del archivo toma lugar en la iteración. La animación del indicio y su sentido nunca está en el pasado, sino en el tiempo presente que lo incorpora para dar verosimilitud a una posición determinada. Estos indicios se animan en la reiteración, en la reiteración de lo que todavía no es, pero que como posibilidad es más real que toda realidad.
Lo que esta segunda definición de archivo enseña es a desconfiar de la visibilidad que el orden del archivo-documento establece. A cada destello, un margen sombrío. De igual manera, enseña a desconfiar de la cronología y su historia cierta, siempre limitada, siempre teleológica, siempre necesaria. Salir de la línea recta que la razón historiadora propone, implica alterar la temporalidad que rige el orden del archivo. De habitual pensamos que los “sentidos” que organizan un archivo-documento se encuentran en el pasado. Tal vez esta ficción se habilite por las huellas del tiempo que exhiben los documentos albergados en bibliotecas y archivos polvorientos. Sin embargo, habría que decir que la temporalidad de un archivo-documento es porfiadamente presente, inactual, intempestiva. El sistema de relaciones que un archivo-documento despliega, los sentidos compartidos que establece, los posibles e imposibles que enseña al momento de describir y vivir un cuerpo, hablan de una visibilidad y unos márgenes claroscuros que se agitan en el seno del archivo en un tiempo determinado.
Un archivo se organiza a partir de un sistema de iluminación en que cohabitan zonas de visibilidad y zonas ciegas. En tal sentido, un archivo instaura un orden en dominancia que determina lo posible e imposible para un cuerpo, para la exposición de un cuerpo. Sin embargo, la supremacía de dicho orden lumínico de consignación no elimina las disidencias lumínicas ni las fugas de sentido: solo las contiene en los márgenes, en una especie de exclusión interna a sus fronteras. De tal modo, el mismo archivo alberga prácticas y saberes marginales que desafían el régimen de luz de su hegemonía, su principio arconte soberano. Maciza, corpórea, homogénea, la materialidad del archivo se ve surcada, sin embargo, por una multiplicidad de series temporales. No hay un tiempo archival, no hay una temporalidad histórica única que se pueda predicar del archivo. El archivo no es histórico. La cronología y la certeza de la línealidad del tiempo histórico son recursos útiles para reforzar el orden hegemónico que el archivo despliega, pero se muestran ineficientes al momento de describir su alteración. Así como las alteraciones trastocan el régimen lumínico del archivo, introduciendo cortocircuitos, flicker o parpadeos de luz, así también estas mismas alteraciones abren líneas de tiempo nebulosas en el archivo, anudamientos temporales no reconocibles ni programables según su arkhé.
No puedo dejar de advertir en el régimen de la letra y en la ley del archivo las formas de conjunción de luz e historia que fundamentan y dan visibilidad al programa archival. No hay cuerpo, presencia, visibilidad, sin la amplia y diversa constelación de formas que se movilizan en la letra y las imágenes. Únicamente en la recitación diagramática de nombres y caracteres se retienen figuras, se contienen flujos y se aquietan tránsitos. La ilustración de la letra más que prótesis secundaria del cuerpo, suplemento artefactual de su manifestación, es aparato de formación del régimen estético moderno.
Si la letra es metáfora y transporte de un orden de presencia, en tanto régimen de luz, también lo es de una política de alteración del reparto de lo sensible, entendido este reparto como la distribución y redistribución de un sensible en el que se constituyen lugares, identidades, visibilidades. Aprehendida en un sentido amplio, la literatura es una práctica de inscripción archival que introduce la “indeterminación” y la “disrupción” en el cuerpo del archivo, en el bloque macizo de su materialidad. El juego de significantes que se desatan o se anudan en la letra movilizan enunciados dobles, contradictorios, de la negación, que trastocan la legitimidad de la palabra dominante sostenida por el orden del archivo.
Es precisamente esta cualidad de desdoblamiento de la literatura lo que la convierte en un contra-archivo. En tanto aparato de escritura y lectura, la literatura es el dispositivo de la democracia por excelencia. Sus prácticas, el carácter intransitivo del espacio literario, instaura un régimen del arte de escribir y leer donde no importa quién escribe y quién lee. No, al menos, en principio, no al menos en ese desate que supone el rodar de las palabras. La lógica de este contra-archivo convoca una multiplicidad de temporalidades que se actualizan en el acto de leer. La lectura realizada siempre en un tiempo puntuado por un presente hace posibles otras historias, otras políticas y cuerpos. Un artefacto literario es un archivo dentro del archivo, un contra-archivo en el seno del archivo. La literatura adelantada aquí en el prenombre anterior del archivo se expone, así, como aquel lugar de la palabra que circula por fuera de un orden de discurso, por un afuera interior que altera y desanuda un dominio de representación. La lectura activa otras historias, imágenes, políticas y corporalidades.
Esta condición performativa de lo archival visibiliza una política y un cuerpo, del mismo modo que incoa movimientos de alteración, da origen a cortocircuitos, disidencias.
Este pequeño libro visibiliza, narra y delimita, un archivo alterado, un contra-archivo. Este otro archivo altera el cuerpo de la política, de la literatura, de la imagen y de la filosofía desde una corporalidad no prevista: el feminismo. Cada uno de los nombres propios que anudan la narración de Archivo alterado apuntan la posibilidad de dotar de una materialidad extima al cuerpo de lo en común narrado en archivo.
[1] Doctora en Filosofía. Profesora titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, UMCE, Santiago-Chile.
[2] Jacques Rancière, Le partage du sensible, Paris, La Fabrique, 2000.
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